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CARIOCA DE MIAMI

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Todavía recuerdo la primera vez que te vi. Desde lo alto, podía vislumbrar los árboles y las montañas. Lo que me dijeron era verdad: ¡hay una selva en medio de la ciudad!

De donde yo venía, la única selva era la que yo soñaba. Tenía mar y lago, y nada más. Caimanes por aquí, delfines por allá... Unas cuantas palmeras... pero el único árbol frutal que había visto en mi vida era un aguacate que mi madre y yo plantamos en el jardín. Me emocionaba comer brócoli, ah, cuando tenía seis años...


Cuando llegué aquí, vi que todos andaban literalmente a su antojo, en pantalones cortos, bikinis, chanclas e incluso vestidos de fiesta. En la playa de Copacabana, se veía todo, se oía todo. Pero el calor, ay, el calor. Me venció.


¿Cuarenta grados, mi amor? ¿Para qué sirve todo esto? Era suficiente para quitarme el espíritu juvenil de una niña. Me paraba frente a cualquier ventilador que encontrara. Y dejé de querer ponerme ropas.


Los chistes, la jerga... Todos parecían reírse de algo distinto, y me preguntaba si también se reían de mí. En realidad, la gente simplemente estaba contenta, ¡y los cariocas se ríen a carcajadas! Aquí se es feliz, de una forma muy extraña, como en ningún otro lugar.

No entendía el dialecto carioca. No entendía cómo funcionaban las cosas, por qué tantos chistes malos, por qué tanta gente vivía en la calle, y por qué la Zona Norte era tan diferente de la Zona Sur... Tú me enseñaste. A los doce años, empecé a explorarte por mi cuenta, tomando el metro, el autobús, cruzando la ciudad, atravesando el bosque, y descubriendo algo nuevo cada vez. Los jardines botánicos, los museos, las playas... Pasear por el centro, sintiendo la energía del viejo Río, se convirtió en una adicción en sí misma.

 

Mi escuela tenía vista al mar; no puedo imaginar nada más romántico que eso. Algunas mañanas, el sol iluminaba el aula, y parecía que estábamos en algún lugar del cielo. Era difícil ver la pizarra detrás del profesor. Me encantó.


Mi carrera en el turismo despegó, porque era fácil entender lo que sentían quienes llegaban aquí en paracaídas. Era una mezcla de horror y encanto, pero cuando alguien me pregunta, a día de hoy sigo dándome golpes de pecho y diciendo: Río de Janeiro es el mejor lugar del mundo.


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Durante mis años aquí, nunca me falto nadie para acercarse de mi mientras lloraba en la playa y me preguntar: "¿Está todo bien, colega?". Nunca faltó una cerveza fría ni un buen chiste de bar. Nunca faltó algo que hacer cualquier día de la semana, a cualquier hora del día, solo o acompañado. Tú, Río de Janeiro, eres un compañero en sí mismo para quienes pueden seguir tu ritmo.


Llevo en el cuerpo y el alma las marcas de la dificultad de establecer una vida aquí. El peligro, el precio de las cosas, la política... Pagamos un alto precio por vivir en el purgatorio de la belleza y el caos, pero quienes sobreviven aquí se sienten reyes, se sientan junto al mar y se ríen con lástima...


...de quienes viven en São Paulo.

 

Firmado, Carioca de Miami.

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